Opinión

martes, 16 de noviembre de 2010

Octubre de 2002 - Y el viento le agitó la falda

Etapa: La frustración del segundo amor



Cabizbajo y con las manos en los bolsillos apareció por la esquina del Corte Inglés. Ella disimulando, estaba esperando verle llegar por ese ángulo, desde hacía más de dos horas.
Había refrescado, el otoño se hacía notar y ella sacó su chaqueta de punto azul del bolso y se la puso sobre los hombros. Se había tomado ya dos cafés, y leído la prensa de principio a fin, empezando como siempre por el horóscopo. Indiferente pasó hoja por hoja sin sorprenderse por ninguna noticia.
Una brisa fría se levantó de repente, e hizo volar las servilletas de papel de la mesa. Las luces de la calle empezaban a encenderse, progresivamente.
Él se seguía acercando. Ahora la había visto, pero no hizo ningún gesto.

Estaba más delgado que la última vez, quizás con el pelo algo más largo también.

Recogió las servilletas que quedaron a su alcance, las puso debajo del servilletero para que no volvieran a volarse y se sentó recta, apoyando la espalda en la silla y con el bolso encima de sus piernas. El teléfono empezó a sonar, con su música ridícula, pero no lo atendió, ni tampoco se percató de que el camarero se le había acercado hasta que lo tuvo muy cerca, y se asustó, no lo había visto ni oído.
Tenía los ojos húmedos, y esa sensación de calambre en el pecho le volvía a dar otra vez, como todos estos días atrás. Pidió una botella de agua, con la voz cortada.

Una lágrima abundante le cayó del ojo derecho justo sobre el labio. Se la secó con la lengua.
Él ya estaba a su lado. Ella no levantó la cabeza para mirarle, y el no se acercó para besarle. Rodeó la mesa y se sentó justo enfrente. Le preguntó que tal, y ella contestó que bien. El suspiró, fuerte.

-         No he podido, no se lo merece , dijo

Las luces del bar se encendieron en ese momento, y dejó en evidencia las caras demacradas de ambos.
Ahora las lágrimas brotaron desde los dos ojos, pero su cara se quedó con la misma expresión de miedo, el miedo que tenía desde hacía semanas  a que llegara este momento,
Sacó del bolso un juego de llaves, y las puso sobre la mesa, junto al colgante de oro con su inicial, en la misma cajita roja en la que se la había regalado.
No pidió explicaciones ni hizo reproches.

Él intentó tocarle la cara, pero ella lo evitó con la mano. Él se la besó.

Una nueva brisa fría sopló, levantando un remolino de hojas ocre alrededor de la mesa.

Ella intentó decir algo, pero no pudo. Se le ahogó la voz.
Se levantó. Él la intentó detener agarrándola del brazo, a lo que ella se paró y lo miró con ojos de frustración que él no pudo sostener, aflojando su mano y dejándola marchar.

En su ida, el viento le agitaba la falda y  le voló el sombrero, pero no se volvió para recogerlo.
Siguió hacia adelante.


viernes, 12 de noviembre de 2010

Junio de 2007 - Fué una mañana de verano

Etapa: Adaptación a la nueva casa


Cierto día de verano, hace ya unos 3  4 años, gozaba yo tranquilamente de unos días de vacaciones que la empresa me obligó a disfrutar, ya que la producción había caído en picado y no querían  verme pululando por ahí con la taza de café en la mano y criticando la mala gestión de la misma.
Todavía estaba acostumbrándome a mi nueva casa. Me había mudado un par de meses antes, y aún estaba descubriendo el hogar. Desde que me habia independizado seis años atrás,  había vivido en departamentos muy pequeños, y ahora en una casa con jardín y terraza y muchas puertas y ventanas, no terminaba de encontrarme segura.
Como decía, eran los últimos días de Junio. Por aquí ya pegaba el sol bastante, desde muy temprano no daba tregua hasta por lo menos las nueve y media de la noche, y los días eran interminables. Los escolares habían terminado el curso una semana atrás, y tanto los progenitores como los demás ciudadanos, los padecíamos toda la jornada ahora paseando sus gritos y llantos por el barrio. En la tele había empezado la programación de verano, que para los que no tenemos cable, es desquiciante.
En este contexto me encontré, como dije antes, en una calurosa mañana de Junio en casa, sin nada que hacer. A. No tenía vacaciones forzadas, por lo cual, seguía con su rutina, y a las 8 me abandonaba hasta las 6 de la tarde que volvía.
Recuerdo que era un miércoles, A. Me volvía a abandonar a la hora habitual, y el calor no me dejó seguir durmiendo. También recuerdo que estando en la cama, recordé por fin donde había dejado una pinza de pelo que lleva desde el 2003 buscando, y la dí por perdida al volver a mi mente la imagen de mi misma guardándola en el bolsillo de un abrigo, que dos años después donaría a Caritas. Me entristeció, ya que era un recuerdo, y para que no me atacara la nostalgia, me levanté.
Preferí dejar la ducha para más tarde, tenía hambre y aunque la temperatura ya era bastante alta, me apetecía un café caliente, y unas tostadas con queso.
Al llegar a la cocina, descalza, comprobé con horror una hilera negra de diminutos insectos que iban desde el rincón inferior de la puerta, rodeando el agujero de una de las baldosas, siguiendo recto hasta el cubo de la basura, y subiendo al mismo con descarada rapidez. Volví a la habitación y me calcé. Abrí la ventana para ver mejor. Se trataba en realidad de una fila desdoblada, una de ida y otra de vuelta. La de ida iba bastante más rápido, la de vuelta era más torpe, ya que quienes la seguían iban cargadas con los restos de mi cena.
Evitando la peregrinación, levanté mi pie derecho y crucé la misma. Estiré el brazo, abrí la puerta del armario y saqué el insecticida, el cual descargué con toda mi furia sobre mis indeseables visitas.
En pocos segundos, se esparcieron, se desconcentraron, se desconcertaron. Enseguida busqué la escoba y las junté con la pala. Ahora si malditas, al cubo de basura todas.
El veneno no surtió efectos solo en las hormigas. De repente un mareo me dio un trompada en la cara, y me percaté de que estaba todo cerrado. Rápidamente abrí las ventanas y la puerta de la cocina, entraba calor, pero necesitaba aire. El olor me daba dolor de cabeza, se me estaba pasando el mareo, pero ese asqueroso vaho me hacía arder la nariz.
Me puse una camiseta, un pantalón corto para poder salir a la calle a recuperarme, y de paso aprovechar para comprar mi barra de pan para hacerme por fin mis tostadas.
Llegando a la esquina me empecé a encontrar mejor, ya no me ardía la nariz, y el dolor de cabeza se me estaba pasando.
El día se estaba arreglando, pensaba, mientras salía del super con la barra de pan y una mermelada de arándanos que me había comprado por capricho. Me encanta la mermelada de arándanos y no siempre la consigo.
Llegando a casa, me encontré al cartero, que me estaba dejando la National Geographic de este mes (a la cual estoy suscrita), dos cartas del banco con los movimientos del último mes, y una propaganda de una tienda de muebles. Me lo dio en la mano, y nos saludamos cordialmente.
Que calor! Me decía a mi misma, y me estaba imaginando como sería el resto de mi día, con ese insoportable clima: ahora mismo desayunaría, escucharía las noticias en la radio, después me ducharía y me quedaría todo el tiempo que quisiera, no tenía ninguna prisa. Como el día antes había comprado frutas, me haría unos batidos para la hora de comer, y después estaría toda la tarde en el sofá, con el ventilador enfrente de mi, y viendo el documental que me regalaba el National Geographic.

Estos pensamientos, me brindaban muchísimo placer, y con placentera paz entré a mi casa. Dejé el pan y la mermelada en la cocina, y dejé las sandalias a un lado para seguir yendo descalza por la casa.

De repente, un ruido, como metálico, me sorprendió desde el salón.
Tenía las llaves en la mano, así que las coloqué en posición de ataque (con la punta de la llave para afuera), y con entereza pero sin seguridad, enfilé hacia donde el ruido venía. Tenía miedo de lo que me iba a encontrar. Había dejado todo abierto para que se aireara la casa y se fuera el olor a insecticida, y cualquiera habría podido aprovechar para colarse.
Ya me estaba asomando por el marco de la puerta, cuando de repente otro ruido de algo cayéndose, pero esta vez más fuerte, me hizo dar un salto, a la vez que una cosa negra salió corriendo por la ventana. Al menos no eran encapuchados con navajas, pensé, así que traspasé el marco de la puerta de una zancada, y otra cosa peluda pero gris me miraba aterrada desde el sofá. Suspiré. Me gustan los gatos, lo que no me gusta es que no me avisen cuando van a venir. Me acerqué al gato gris, para tocarlo, pero por un costado, otro, también negro como el que se había ido, salió corriendo pero para el lado opuesto de la ventana, descompuesto de pánico.
Todo ocurrió muy rápido, aunque lo recuerde a cámara lenta.
El gato negro, o sea el segundo, o sea el descompuesto de pánico, empezó a derrapar en su infructífera huída. Cayó sobre su lado derecho, y un ruido hueco se oyó en la casa.
Mientras, yo giraba mi cuerpo hacia atrás de cintura para arriba, con los pies pegados al suelo, siguiendo la carrera del felino.
Impulsado por el miedo, se incorporó nuevamente con increíble velocidad y siguió corriendo hacia un rincón del salón, sin salida.
El gato gris, el del sofá, aprovechó para salir por la ventana supongo en ese momento, porque no lo volví a ver.
Ahora solo quedaba uno, y yo  quería indicarle la salida, para que se fuera solo. Pero el desconfiaba de mi.
Una vez girada también de cintura para abajo, lentamente intenté acercarme, y el gato arrinconado, en vez de ir hacia la derecha o a la izquierda, empezó a ir para atrás, mejor dicho para arriba, subiendo el culo en la pared. Uy, me dije, este no tiene ni idea, así que retrocedí, me fui hacia mi derecha para permitirle el paso hacia la salida. Y he aquí lo que ocurrió, lo que hizo que esa mañana no lo olvidase el resto de mi vida, lo que permitió inmortalizar las humildes acciones de esa mañana de verano, que si no hubiera sido por este incidente, hoy no recordaría. El antes y el después de ese verano lo marcó ese suceso.
El gato, con el culo subido al rodapiés de la pared, empezó a correr hacia la izquierda (bien, era por donde tenía que ir), el problema fue que empezó a cagarse por toda la pared. Si señores, comprendo que la estampa no es fácil de imaginar, pero el gato, iba con el culo para arriba soltando sus heces y manchando la pintura blanca de mi pared.
Mis gritos de desquicio lo asustaron más, y las heces se volvieron más líquidas, y mi pared más marrón. En plena cagada del gato, e histeria mía, un cuarto gato también negro, se baja de una de las sillas, cayendo sobre el gato descompuesto y asustándolo más. Un nuevo derrape le hace caer, pero vuelve a recuperarse rápidamente. El nuevo gato, también reconoce la salida fácilmente como los dos anteriores, y al verle el otro, le sigue en la huída, y se van los dos por la ventana.
De repente, el silencio.
Todavía atónita, me acerco a la ventana, y ya no se ve ninguno de los gatos negros, ni el gris.
Me vuelvo hacia el salón, enciendo la luz, y compruebo que lo que pensaba que era, efectivamente era.
No pude hacer más que resignarme, buscar unos guantes, un trapo, un desinfectante y ponerme a limpiar.

                                              


Las manchas de la pared, las disimulamos un tiempo con unas macetas que pusimos delante, pero al final tuvimos que volver a pintar.
No pude desayunar. Se me pasó el hambre, y estuve todo el día con las manos oliéndome a productos agresivos.
Esa tarde al final, se cortó la luz, así que tampoco me pude echar al sofá con el ventilador, y me fui al cine.
Y eso fue lo que pasó, en unos breves minutos, ocurrió la anécdota por la cual recuerdo hoy esa mañana de Junio, la cual se hubieses perdido en el laberinto del tiempo si no hubiese sido por una caca de gato.

PRÓLOGO

Todo tiene un tiempo, una época.  Al mirar para atrás, recordamos un hecho concreto, y lo encuadramos en una etapa determinada.  A esa etapa  a mi me gusta ponerle un nombre. Muchas veces, o en realidad creo que siempre, a ese nombre solo le puedo encontrar un sentido únicamente yo. Ni siquiera las personas que dieron vida a ese segmento,  tienen idea que yo pongo nombre al tiempo, y es más, si les dijera dicho nombre no lo entenderían. 
Las etapas se alimentan del tiempo, y el tiempo de nosotros. Me gusta escribir sobre las cosas cotidianas, las anécdotas de las vidas comunes de la gente de a pie. De los cortos momentos que temo olvidar si no los plasmo en el papel, o en algún lado. Esas anécdotas no son increíbles,  ni admirables, ni fantásticas. Es el día a día de la gente que se cruza por mi vida, y que, sin su consentimiento, alimentan mis cuadernos. 


El título del Blog


La mayoría de las historias que voy a contar en este espacio, ocurrieron hace ya tiempo. Nunca ningún protagonista de ellas las leyó, no saben que existe, que algún momento de sus vidas ya no se va a perder en la memoria, y que personas desconocidas conocerán ratos de tiempos pasados. Quizás se los tendría que haber enseñado, a lo mejor si los hubiesen leído los hubiesen mejorado, me hubiesen dado más datos para enriquecerlos, cosas que a mi se me escaparon. Quizás es tarde, pero que más da.